Es gracioso cómo pasa el tiempo. Que ya
me han pasado 15 primaveras y sigo creyendo en las noches como hoy que son
mágicas. Que recuerdo perfectamente lo nerviosa que estaba y ni siquiera podía
dormir. A la mañana siguiente era la primera en levantarse: miraba el reloj
cincuenta veces y a la vez número cincuenta y uno me levantaba por la
impaciencia y de puntillas en el suelo frío me dirigía al comedor. Allí, debajo
del árbol y por todo el sofá, veía el montón de regalos amontonados en los que
ponía mi nombre. Creo que nunca, nunca nunca aún he podido sentirme tan
ilusionada como en aquellos momentos en los que abría los regalos y
descubría que era lo que yo había pedido. Y es que, dime querido lector, si en
la vida has visto rostro más precioso que el de un niño mirando como por
delante de él montados cada uno en su carroza pasan los Reyes Magos. O rostro
más maravillado que el de una niña dándole su carta al Paje Real. Supongo que
días como ese son los más importantes para uno cuando eres una inocente
criatura con dientes de leche y una muñeca o coche en el bolsillo. Sería una
igualación a el día de tu boda.
Al mundo le hacen falta momentos así. Porque todos nos hemos sentido alguna vez así y todos llevamos el espíritu infantil dentro que sólo hace falta revivirlo. Por tan sólo una noche vale la pena dejar de preocuparnos por nuestros problemas, dejar de lado lo que nos obceca y vivir la magia antes de que se pierda. Eso está en nuestras manos. Como otro año más, hoy voy a ver a mis queridos ancianos barbudos con sus carrozas tirándome caramelos. Porque quiero volver a sentir esa chispa de cuando tenía 7 años. Porque no quiero tener preocupaciones. Esta noche NO.
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