Conjunto de huellas

domingo, 23 de agosto de 2015

Fuimos música de vez en cuando






A veces buscamos el silencio y otras huimos de él.
Bien porque no queremos enfrentarnos al valiente hecho de escucharnos a nosotros mismos o porque ello nos desvela cosas que no queremos conocer, decidimos aferrarnos a notas que rompan con la monotonía, con lo que nos hace daño. Y es que soy de las personas que creen que cada historia debería tener su propia banda sonora, simplemente porque es curioso cómo una canción puede cambiarlo todoTransforma por completo el momento, volviéndolo mágico y único, y te otorga el privilegio de poder regresar a él cuando quieras. Sólo repitiendo una y otra vez el tema.  


Ese par de acordes de guitarra que escuchas mientras caminas por calles desconocidas buscando llamar la atención de alguien. Esa balada que, de madrugada, te hace comprender que lloramos con canciones lo que no logramos aceptar con palabras. Ese suave y delicado violín sonando de fondo cuando estás a punto de besar al que crees que será el amor de tu vida. Por un momento, crees que el cantante está narrando tu vida a la perfección y te identificas con cada palabra, cada pausa, de la letra. 


Será que empiezo a creer en lo que dicen. Que hay canciones que, al cerrar los ojos, se convierten en personas. Y entonces ya no hay marcha atrás. Siempre asociarás esa composición con su mirada, sus labios recorriendo cada esquina de tu cuerpo, su tacto chocando con tu piel desnuda. Y será vuestra, de nadie más. Todos tenemos una melodía que, por alguna razón, se convierte en nuestra favorita. Confieso que aquella madrugada de verano me drogué con tu respiración acelerada y me embriagué con tus susurros, guiándome al fin por el compás de tus latidos. Desde entonces siempre apareces tú.



No sé qué será, pero quiero pensar que fuimos música de vez en cuando. 

Aunque por querer y no pensar, 
quiero ser la canción que te haga reír y también llorar.
Quiero ser el estribillo que no puedas quitarte de la cabeza. 
Y tu melodía favorita. 





sábado, 18 de abril de 2015

Aunque tú no lo sepas

Cierro los ojos. Respiro el aire fresco que entra por la ventanilla y me evado del ruido que hacen las ruedas al chocar con la vía. Cuando los abro, el tren va más despacio. Debo estar a punto de llegar, y tú, tú debes estar preguntándote a dónde voy. No lo sé. Dudas. Ojalá, que todas las primeras palabras de todas las primeras frases de este texto no fueran dudas. A veces, que no exista una buena razón para quedarse es una buena razón para marcharse. Y es ahí cuando decides viajar. En última instancia, una vida no es más que una suma de trayectos contingentes, llenos de intersecciones casuales y estaciones de tren donde tienes que decidir cuál quieres coger y cuál dejar pasar. El trayecto puede ser más largo o más corto, más superfluo o más decisivo, hacerlo por amor al arte o por obligación, hacerlo solo o acompañado, los hay que tienen destinos fijados, y otros que están destinados a perderse, pero no tenemos otra opción. Trayectos.

Siempre vamos de "A" a "B". De donde estamos a donde queremos estar. De lo que somos a lo que queremos ser. Y ésta es la premisa básica para explicarlo todo. Por fin he sido capaz de entenderlo. Que nuestros trayectos hacía tiempo que estaban separados, pero yo seguía subida en ese tren con la esperanza de que te subieras en la próxima estación e quisieras viajar conmigo. Pero no. No subiste. Esperé hasta que el tiempo lo puso todo en su lugar y decidí bajar del tren y coger otro, éste en el que estoy acabando de escribir estas líneas. Sé que me moriré de ganas de decirte que te voy a echar de menos, pero quiero encontrar a mi "B". Que ya he entendido que no estamos hechos para tenernos. Nunca te tuve y nunca vamos a tenernos. Tal vez sólo nos queríamos por eso, aunque no nos lo dijéramos.

Y es que hay tantas cosas que si se pronunciaran en voz alta, desvelarían secretos de una intensidad que quizá no podríamos asumir y perderían la magia. Por eso mejor escribirlo, porque lo escrito que se olvida, al leerlo se recuerda. Recordar el pasado, quedarse a vivir en el presente y no lamentarse de futuros que no están escritos. Una historia no puede detenerse en lo que podría haber sido. Si soy sincera, ésta ha sido la primera vez que me he atrevido a decirte adiós para siempre y no girarme para ver cómo te marchabas. La que se marchaba era yo. Llega un punto en el que ya no esperas el mensaje de nadie y eres feliz. Y es bonito, y está bien. 

No sé si algún día llegarás a leer esto o si se convertirá en ceniza, pero no me importa. Ya no. Aunque tú no lo sepas, yo sí. Eso me basta. Y está mejor que bien. 





























































M.